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domingo, octubre 31, 2010

REFLEXIONES: DEFINIENDO DEMOCRACIA (II) COMO MITO

En la entrada anterior adoptábamos una postura "cínica" para concluir que la democracia, entendida como un estado de las cosas determinado en el que el "pueblo" ejerce el "poder" en una sociedad humana, no ha existido nunca y, en realidad, jamás existirá en términos literales. Sin embargo, aunque esta visión "pesimista" es muy necesaria para quitarnos falsas ilusiones que no nos llevan a ningún sitio, esto no quiere decir que la noción de democracia no nos sirva para nada. Si fuera así, todo daría igual, vivir bajo el régimen franquista que en nuestro (imperfecto) sistema actual y dudo que mucha gente sea capaz de sostener ese tipo de fantasías. Un exceso de cinismo nos puede producir una indigesta empanada mental. Por supuesto, podríamos rechazar enteramente la validez del "concepto" de "democracia". Sin embargo, si realmente queremos hacer un discurso inteligible sobre nuestra vida social, tendríamos que inventarnos alguna otra "palabra bonita" que, inevitablemente, terminaría por "corromperse" de modo similar a como ha sucedido con la "democracia". Quedémonos entonces con la palabra "de toda la vida" y veamos qué podemos sacar de ella que sea de valor.

Si la democracia nos habla de algo auténtico, pero no de una verdad literal, hemos deconcluir que la democracia es un mito. Todos los mitos son verdaderos, en el sentido de "auténticos", pero ninguno lo es si queremos entenderlo literalmente. Recuerden el mito de Sísifo, condenado por los dioses a cargar eternamente una pesada roca hasta lo alto de una colina; cuando llega a la cima, la roca vuelve a caer y debe comenzar otra vez desde el principio, así hasta el final de los tiempos. El pobre Sísifo no "existe", pero su historia es una imagen que nos "hace ver" una verdad difícilmente expresable de modo menos poético, pero que podríamos resumir como la experiencia que tenemos a menudo de que nuestros esfuerzos resultan vanos e inútiles. Por poner un ejemplo trivial, yo mismo encarno continuamente ese mito en las raras ocasiones en las que ordeno la mesa de mi despacho; al poco tiempo vuelve a formarse ahí el caos más absoluto. El mito se hace realidad en sus sucesivas encarnaciones históricas y al mismo tiempo, de esas situaciones reales es de dónde extraemos los símbolos y las historias de nuestra imaginación compartida y que nos explican el significado (o el sinsentido) de todo lo que hacemos.

La "democracia" es el mito del Gobierno del Pueblo. Se trata de una narración que podemos retrotraer a un pasado imaginado o idealizado (la Edad de Oro, los Buenos Viejos Tiempos, la polis griega) o a un futuro irrealizable en términos literales (la Nueva Jerusalén, la sociedad comunista, el anarquismo, el Reino de los Cielos). Mientras tanto, sigue encarnándose continuamente en nuestro presente, cada vez que somos capaces de hacernos Pueblo y de controlar o de poner a raya al Poder... ¿O acaso todo esto no es más que un cuento chino que nos mantiene engañados mientras que los poderosos siguen mandando? Pues también, pero lo cortés no quita lo valiente.

Los mitos pueden ser el "opio del pueblo", pero para ello tienen que ser opio primero; y son capaces de intoxicarnos el espíritu es porque nos hablan poéticamente de una experiencia "auténtica". Sumergirnos en el mito implica sumergirnos en las profundidades de nuestra propia "alma", personal o colectiva, para bien o para mal. El viaje puede ser enriquecedor o autodestructivo. Depende. Algunos dicen que la Caja de Pandora contenía todos los males de la tierra y otros que contenía todos los bienes, no manera de saber la verdad, salvo abriendo la caja. El efecto que el mito nos provoca depende de nuestra propia disposición y de la forma en la que nos integramos en él.

Todas las personas segregamos racionalizaciones acerca de nuestra vida que nos sirven como mecanismos de defensa frente a una realidad a menudo hostil. Algunas veces funcionan fantásticamente. Pero otras veces, dependiendo de la situación, se convierten en un lastre que dificulta nuestra felicidad. En el ámbito colectivo de las sociedades humanas sucede algo parecido. Todas las sociedades segregan un discurso autocomplaciente que produce una cierta seguridad cotidiana y que permite una mínima cohesión social. Sin embargo, esta "ideología" se convierte a menudo en un lastre para la transformación de la sociedad en aras a la superación de sus propias disfunciones y contradicciones. "Nuestra democracia es el menos malo de los sistemas posibles y tenemos que conformarnos con lo que hay, sin buscar otra cosa", "la democracia consiste en ir a votar", "tenemos que obedecer las leyes porque las hemos hecho nosotros", "nuestros gobernantes nos representan porque los hemos votado". Los mitos e imágenes sobre la democracia que existen en nuestra sociedad pueden "adormecernos", matando lo que en nosotros hay de "pueblo" o de "persona" (ya jugaremos más adelante con el nivel individual y el colectivo) y haciéndonos "turba" o "masa".

Pero también es un hecho que todas los mitos sobre la democracia han constituido un necesario impulso para la transformación de las sociedades hacia la superación de sus contradicciones en momentos históricos muy diversos y frente a poderes muy distintos. Por supuesto, el paraíso esperado nunca termina de llegar del todo: en las nuevas sociedades surgen nuevas contradicciones que vuelven a hacer oportuno el recurso al mito de la democracia para que la historia siga su curso.

Por otra parte, ese papel "positivo" del mito de la democracia no sólo se aplica a la épica de las grandes transformaciones sociales, sino que puede aparecer también en medio de la realidad cotidiana y gris, dando sentido a las pequeñas cosas que hacemos, a nuestras pequeñas luchas, a nuestro modo de desenvolvernos en la vida pública.

Ahora bien, esta noción de la "democracia como mito" puede ser todavía demasiado abstracta como para ser operativa. Nos ayuda a comprender por qué necesitamos creer en la democracia aunque no "exista" si la entendemos como realización perfecta de un "estado de las cosas" idealizado; pero no nos da la clave de cuándo zambullirnos en el mito nos ayuda y cuándo nos perjudica, más allá de que no es bueno que creamos literalmente en él, porque esto nos adormece o nos lleva a construir sociedades monstruosas guiadas por la creencia fanática en una utopía. En cualquier caso, hay algo en la descripción anterior de los aspectos positivos del mito que tal vez nos sirva de ayuda, sirviendo como punto de partida para la noción de democracia que propondremos en la siguiente entrada: la democracia como proceso.

Nota: acontecimientos: Como todos saben, se nos ha muerto hace nada don Marcelino Camacho, persona coherente donde las haya en la lucha por la democracia y por la libertad. Descanse en paz y Marx lo tenga entre sus barbas.

viernes, octubre 15, 2010

REFLEXIONES: DEFINIENDO DEMOCRACIA (I) LA VISIÓN DEL CÍNICO

"... Y no me perderé en las palabras corrompidas por el uso", decía una canción de Tahures Zurdos. Es verdad que nuestra vida está llena de palabras bonitas y sonoras que de tanto manipularlas y utilizarlas lo mismo para un roto que para un descosido, se nos han quedado prostituídas y huecas. Tal vez podríamos decir eso del amor, el arte, de la libertad, la solidaridad o la justicia. O, por que no, de esa otra palabra bonita, la democracia.

Vivimos felices y contentos en un Estado social y "democrático" de Derecho, pero en otros tiempos, durante el régimen franquista, vivíamos en una "democracia" orgánica; los chinos, en cambio, viven en una república "democrática" popular. Del mismo modo que todas las personas se ven a sí mismas como "buena gente", todos los países modernos gustan de definirse a sí mismos como "democráticos". La palabra se nos ha quedado hueca, se ha convertido en un bonito envoltorio que a menudo sirve de adorno para esconder la realidad del poder descarnado. ¿Es posible definir mejor el término para que nos sirva de algo?

Si nos atenemos a la etimología, democracia significa "el poder del Pueblo". Y si nos tomamos esto verdaderamente en serio, paradójicamente, lo normal es que nos dé la risa, como a Mafalda, poseídos por un torbellino de cinismo ¿Pero cuándo ha gobernado el Pueblo? ¿No es esto, en realidad, una contradicción en los términos? ¿No está hecho el Pueblo de gobernados?

Nuestro "mito de los orígenes" de la democracia se remite a la antigua Atenas, donde ciertamente existió una sociedad muy participativa. Todos los "ciudadanos" y no sólo los oligarcas, podían intervenir directamente en los asuntos públicos que les afectaban a través de la participación en la asamblea y también podían postularse para cargos públicos. Nuestra sociedad ha alcanzado un grado de especialización funcional y de complejidad tal que sería imposible mantener de modo efectivo una participación tan directa. Así pues, en cierto modo, parece un modelo envidiable. Pero ¿quiénes eran los "ciudadanos" que podían participar en los asuntos públicos? Una minoría clara de la población, puesto que las mujeres, los esclavos y los metecos (inmigrantes extranjeros) estaban excluidos de la ciudadanía. ¿Es que acaso ellos (ellas) no eran Pueblo? ¿No eran quizás estas personas más Pueblo que nadie, puesto que estaban excluidas del, control del poder? Más allá de esto, si ustedes han participado en alguna asamblea, habrán observado como en ellas también revolotea el poder, de manera más o menos explícita; también pueden ser manipuladas por distintas formas de poder o de presión. Lo mismo pasa, por supuesto, con los cargos públicos, por más que a priori estén al alcance de "todos" los "ciudadanos".

¿Y si nos referimos a nuestras democracias modernas? En la actualidad las mujeres tienen derecho al voto y se supone que no existen los esclavos. Eso sí, tenemos varios millones de inmigrantes extranjeros que se ven afectados por las decisiones del poder, pero que no tienen capacidad de intervención en los asuntos públicos, viéndose convertidos en objeto del debate político en lugar de en sujetos de esta discusión. Pero bueno, podríamos decir que por lo menos la "ciudadanía" abarca ahora a la mayoría de la población. ¿En qué se concreta la participación? Bueno, ya no tenemos democracia directa. Si acaso alguna institución que intenta recrearla de modo más bien testimonial (y decimos "testimonial" por buscar una palabra suave que no escandalice a nadie).

En realidad, como mencionaba anteriormente, sería imposible que participáramos directamente en todas las decisiones que nos afectan, debido a que nuestra sociedad es demasiado compleja. Así pues, por pura necesidad, "delegamos" en una casta de "políticos" profesionales que son los que realmente detentan el poder político. La teología de nuestro sistema político nos cuenta que las normas son "legítimas" porque las hemos hecho nosotros. Pero no hace falta ser muy listo para darse cuenta de que esto es una mera representación idealizada. Obviamente, las normas las han hecho otras personas, en base a intereses muy diversos.

Esta realidad es una manifestación de una pauta general identificada por el sociólogo Robert Mitchells, la Ley de hierro de la oligarquía, que viene a decir que, incluso en las organizaciones que llamamos "democráticas", en la práctica, al final siempre termina gobernando una minoría. Esto sucede tanto en el Estado como en las asociaciones, partidos políticos, sindicatos o cualquier tipo de agrupaciones, al menos cuando alcanzan una cierta dimensión.

En cierta medida, este grupo de "políticos" opera como una verdadera clase social dirigente, todos ellos se encuentran en condiciones sociales de existencia muy parecidas y, por tanto, sean o no conscientes de ello, tienen unos intereses comunes y una cierta ideología común segregada por estos intereses, más allá de las divisiones tribales que aparentemente los separan. Esto no es nada nuevo; también en el pasado las distintas casas nobles podían estar enfrentadas entre sí, pero no por ello dejaban de constituir una "clase".

Desde luego, no es lógico ni previsible que este grupo vaya a legislar o gobernar en contra sus intereses de clase y aquí tenemos ya una importante limitación del "poder del pueblo". Por supuesto, el "pueblo" amorfo, incluso aunque esté desorganizado, tiene una cierta capacidad de influencia en los asuntos públicos. En términos esenciales esta constatación tanpoco parece una novedad histórica. La política romana también tenía que tener en cuenta las pulsiones de la plebe y lo mismo sucedía con los caciques polinesios o con cualquier otro sistema político descrito por la Historiografía o la Etnografía. Todos los dirigentes procuran mantener un equilibrio entre sus intereses de clase y la necesidad de mantener al Pueblo contento y tranquilo. Más allá de la represión y la violencia, que a veces se utiliza de modo desmedido, todo poder necesita un mínimo de legitimación para mantenerse en el día a día y esa legitimación supone al menos una aceptación pasiva del ejercicio del poder.

Como siempre ha sucedido históricamente, el Pueblo puede influir en el curso de las batallas de la clase dirigente, pero sólo puede hacerlo dentro de unas reglas de juego establecidas que impiden los cambios sustanciales. Si un cacique polinesio se comporta como un Tirano, será asesinado por el pueblo y sustituido por otro cacique polinesio, pero el sistema mismo del cazicazgo, y algunas premisas en las que se basa esta forma de dominación están generalmente fuera de discusión. Nosotros, más "civilizados" que los polinesios, podemos decidir colectivamente cada cuatro años si gobierna el PSOE o el PP, grupos tribales que gustan de subrayar sus diferencias vistiéndose con plumas de colores distintos. Bueno, todo eso de las elecciones está muy bien, ya explicaremos por qué, pero en realidad no implica que las leyes las haga el pueblo ni que sea el Pueblo quien gobierna.

De hecho, sabemos que hay otras formas de presión que resultan más eficaces e influyentes que la mera toma en consideración de los sentimientos de la muchedumbre. ¿Ha sido el Pueblo quien ha decidido la última reforma laboral y los últimos recortes sociales? Por lo que dicen las encuestas, la mayoría de la población parece estar en desacuerdo. De hecho, los gobernantes que salieron elegidos en las últimas elecciones habían prometido expresamente que no iban a hacer reformas laborales regresivas ni recortes sociales; pocos meses antes de bajar el sueldo de los trabajadores del sector público habían pactado unos incrementos salariales moderados, ya en el contexto de la crisis económica. Y sin embargo, en un momento dado, llevan a cabo determinadas políticas "impopulares", cambiando de idea de manera brusca.

El Gobierno ha dado el bandazo sencillamente porque se ha visto presionado por fuerzas poderosas. No pretendo con ello eximirlo de responsabilidad moral y política, cada palo que aguante su vela. Pero da qué pensar respecto de la ingenua pretensión de que en nuestro país "gobierna el pueblo".

Ya les tengo desanimados. Todo esto que estoy contando en esta entrada es la visión pesimista y apesadumbrada del cínico. Una cierta dosis de cinismo puede estar muy bien. Nos libera del vicio de la ingenuidad. Sin embargo, el cínico y el ingenuo tienen un defecto común: ambos contemplan sólo una parte de la realidad. Su visión es tan parcial y fragmentada que puede llevar a conductas contraproducentes. El señor Mitchells, brillante sociólogo, después de formular magistralmente la ley de hierro de la oligarquía que hemos mencioando, terminó haciéndose partidario del fascismo. Parece que llegó a pensar que si las instituciones democráticas no la son, realmente, al final termina siendo más popular esa adoración que la masa amorfa siente por el líder carismático de turno; la Verdad terminó por confundirlo. Ciertamente, si algún habitante de nuestro poco democrático Estado piensa que al final la democracia es una gran mentira y que por tanto todo da igual y nada importa, yo le invitaría a vivir una temporada como pueblo sometido en la república democrática popular china. Se le iban a quitar todas las tonterías rápido.

Nosotros vivimos en otra época que Robert Mitchells y también tenemos el riesgo de que la verdad nos confunda, pero este riesgo se manifiesta de otro modo. El cinismo nos sirve como excusa para abotargarnos más, para justificar nuestra idiocia (preocupación ingenua por nuestros intereses más inmediatos y los de nuestros familiares ignorando la vida pública que realmente nos afecta) y, en definitiva para dejar que todo siga como está. Bramamos contra los políticos, porque todos roban muchísimo, están todo el día robando, nos desahogamos un poco mirándolos con superioridad y al final nos acostumbramos y todo lo que pasa nos parece "normal." Y si podemos, robamos nosotros también, claro ¿no lo hacen los políticos? O intentamos apegarnos a su poder para conseguir tajada. De este modo, cada vez nos hacemos menos Pueblo y cada vez nos hacemos más Turba o Masa. Muere lo que pueda haber en nuestra vida social de democracia y crecen las posibilidades de la demagogia.

Una cosa es darnos cuenta de que el pueblo, en realidad, no gobierna nunca y otra bien distinta que nos degrademos a nosotros mismos de este modo. Para salir de este atolladero, tenemos que dejar de creer literalmente en la democracia como una situación o estado de las cosas y mirarla de otro modo. Lo veremos en el próximo capítulo de esta apasionante telenovela.