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miércoles, febrero 20, 2008

LA LETRA PEQUEÑA DEL "CONTRATO DE INTEGRACIÓN"

Permítanme una parábola de "anarquista místico": a mí las campañas y precampañas electorales me recuerdan a un mercado donde infames pescaderos vocean una mercancía ya maloliente sin contarnos que ya está "to el pescao vendío" y que los "vendíos" éramos nosotros sin saberlo. Ya saben que en este blog nos resistimos un poco a hablar de la actualidad más rabiosa para evitar que los intereses del momento distorsionen la política, que es el arte de vivir en sociedad. Cómo iba a hablar entonces de algo que se propone en una precampaña electoral, aunque sea el tema migratorio el que haga saltar al hombre-bala en el circo del politiqueo. Mi ego -junto con mi superyó- me repetía incesantemente que aquí nos ocupamos de cosas más serias. Mi "ello" empezó sin embargo un agitado borrador que ahora borro mientras escribo, después de dejarme un tiempo prudencial para pensar. Frente al uso interesado y electoralista de la cuestión migratoria, sólo cabe exigir "un poquito de por favor" y de seriedad, pero eso ya lo han hecho en otra parte y bien dicho está.

Ahora bien, también puede ser que pensando un poco sobre esa patochada del "contrato de integración" para renovar el permiso de residencia inicial, una medida tan inútil como aparentemente inocua, podamos descubrir alguna otra cosa que nos sirva para algo cuando el circo se haya marchado de la ciudad; vamos a intentar entonces leer la letra pequeña del contrato al tiempo que, inevitablemente, criticamos la propuesta del PP, esperando no haber entrado con ello en la hedionda pescadería.

Leí en la prensa que se pretendía que dicho "contrato" tuviera "efectos jurídicos". Esto, entendido literalmente es un disparate que recuerda al simpático "compromiso de actividad" de la prestación de desempleo. Yo sé que lo de privatizar está de moda y tiene su morbillo en estos tiempos que corren, pero privatizar algo tan público como el Derecho Público es mucho pedir. El fundamento de nuestro deber de sometimiento a la ley o de nuestra obligación de pagar impuestos (que siempre se resalta de manera separada, la pela es la pela) no puede ser la firma de un contrato, como tampoco debe ser un contrato el título jurídico del que proceden los derechos básicos que tenemos como "ciudadanos" (o asimilados).

Si nos creemos que es un contrato, este "contrato de integración" sería una especie de "contrato de adhesión" (aquellos que usted "libremente" firma con los que "le pueden" en combate singular y que toma o deja como las lentejas); pero un contrato de adhesión "a lo bruto", porque en éste no se puede negociar el contenido de sus cláusulas ni siquiera en teoría (o si uno resulta ser un extranjero poderoso en singular combate). En todo caso, quería centrar nuestra atención en otra cosa: en los contratos bilaterales, las obligaciones son recíprocas; eso quiere decir que, si una de las partes no cumple, la otra puede quedarse sin cumplir (a eso en chino mandarín le llamamos exceptio non adimpleti contractus) ¿Qué pasaría si el Estado no cumple su parte? ¿Estaría legitimado el extranjero para incumplir la ley? ¿Puede incumplir su contrato a posta cuando la otra parte no cumple, dado que no puede renegociarlo? Evidentemente no; cuando se mencionan los "efectos jurídicos" del contrato de integración se está hablando en realidad de usar el contrato como envoltorio de un caramelo envenenado: una reforma más restrictiva de la Ley de Extranjería. En sentido estricto, por tanto, los únicos efectos que se pretenden para este contrato son los de carácter simbólico.

¿Efectos simbólicos para quién? A priori podríamos decir, para el extranjero. Si nos ponemos antropológos, diríamos que este contrato es un rito de paso que integra al extraño en el grupo. En las sociedades modernas, el "contrato" es una divinidad muy apreciada: según sus mitos más importantes (sigamos por ejemplo al profeta Hobbes), el contrato es el héroe fundador de la sociedad, que instituyó el orden en el mundo sobre el Caos ctónico del brutal Estado de Naturaleza; más adelante, el espíritu de los contratos sigue acompañándonos, inmanente a la realidad humana: es el cimiento de sus relaciones más verdaderas, así como la legitimación teológica -desde un remoto reino de los cielos metafísico de individuos libres, autónomos e informados- de las desigualdades sociales y económicas (usted lo eligió libremente y ahora se aguanta). No es de extrañar entonces que sea el contrato la divinidad invocada en esos ritos de paso que el aspirante a jefe de la tribu nos propone. Podríamos decir que es un asunto de legitimación del poder: si el poder estatal se fundamenta en el control democrático ¿en qué se fundamenta el poder que el Estado ejerce sobre más de cuatro millones de residentes con vocación de permanencia que no tienen derecho al voto? Porque si votaran, claro está, otra cosa cantaría el gallo. No nos quedaría entonces sino invocar a nuestros ancestros, Hobbes, o incluso Rousseau, si ustedes son multiculturales y prefieren al buen salvaje.

Pero ¿creerán los oscuros primitivos en los dioses modernos por la mera repetición de los obligados rezos? Incluso en la integrada España, algunos modernos y por tanto creyentes en el contrato como herramienta para la vida en sociedad, nos empeñamos en negar la literalidad de nuestros mitos; no hay manera de renegociar el contrato social que propugna la teología iusnaturalista o de negarse a firmarlo, España y usted somos así señora. Si nosotros, que somos gente de orden e integrados a las buenas costumbres, nos permitimos chuflearnos del invento, ¿qué no harán los malvados salvajes, sumidos en el Estado de Naturaleza precontractual, esos que mutilan clítoris y espantan con sus costumbres al aspirante a Sumo Hierofante? Las películas nos informan que a los malos no les suele importar su honor de caballeros y quizás menos aún si les da por integrarse a todas las "costumbres españolas", incluyendo nuestra autoproclamada informalidad, que horrorizaría a los lores ingleses. Desde esa perspectiva, el simbolismo de la medida parece tan útil y práctico como ese famoso cuestionario para entrar en EEUU donde te preguntan si has participado en las persecuciones emprendidas por los nazis. Por si alguno se despista, más que nada.

Nos queda otra opción: los verdaderos destinatarios del rito son los españoles que reciben al neófito extranjero, una vez purificado por el poder taumatúrgico del contrato e iniciado a una nueva vida plenamente constitucional. Decía Victor Turner que el símbolo, la unidad más pequeña del ritual, une las indefinidas sensaciones de nuestras vísceras con las estructuradas normas de la organización social. El ensalmo del chamán barbudo se dirige a los ciudadanos (es decir, a los que tenemos el derecho al voto), toma de nuestros intestinos la indefinida sensación de pánico que nos producen los extranjeros y la canaliza hacia las pautas de su programa electoral. El conjuro dice: a ustedes les preocupa la migración, a nosotros también; ustedes quieren extranjeros integrados, esto es, que no se noten, nosotros también. Como sucede habitualmente en el discurso político, el espectáculo de prestidigitación hace desaparecer el análisis del problema y convierte la solución en una cuestión de voluntad. La espinosa cuestión de la integración se simplifica hasta llegar a dos proposiciones implícitas asumidas desde una perspectiva radicalmente individualista: los inmigrantes "no se integran" y no lo hacen porque no quieren; se firma un contrato y en paz. Esto conecta con nuestras vísceras y enfoca nuestros miedos, dándole legitimación a nuestro discurso xenófobo; antes de que el PP sacara esta propuesta ya me había encontrado en el debate público que en algunas ocasiones las posiciones abiertamente xenófobas se argumentaban en base al mito de un eventual "contrato" que implicaba la presencia del extranjero en nuestro país, también entendido todo desde una perspectiva individualista y moralista; si está aquí tiene que cumplir y si no que regrese a su país. ¿Qué tiene que cumplir? Pues claro, el contenido que imaginamos en el contrato depende de nuestras preferencias personales, de nuestros odios particulares, de nuestros miedos específicos (y cada uno tiene los suyos); en definitiva, es una encarnación de nuestra incomodidad indefinida que un día expresamos de una manera y otro día de otra. Ya dicen los sabios que los símbolos no pueden tener un significado definido, para que puedan contener todos los significados. Menuda letra pequeña.

Así que la ambigua referencia a las "costumbres", poco apropiada para este tipo de "contrato" no es azarosa, sino que tiene su papel, conectar con aquello que más nos disguste de los extranjeros, sea lo que sea, aunque no sea políticamente correcto y por tanto no pueda aparecer en el conjuro. Ciertamente, los críticos hemos leído la propuesta del PP con electoral mala baba; de lo contrario, la referencia a las costumbres nos hubiera parecido una declaración de interculturalidad que podríamos compartir de no ser por su leve esencialismo: ellos toleran las costumbres ajenas que se encuentran y el Estado su exótico folclore. Sin embargo, todo este revuelo que se ha formado alrededor de la ambigua mención a las "costumbres" se debe a que entre sus líneas se esconde un mensaje subliminal muy poco inocente, muy poco responsable y muy peligroso: meta en "costumbres" aquello que quiera proteger de los bárbaros invasores, aunque luego el Estado no lo vaya a conceder si la ley no lo establece. La prueba de que este mensaje subliminal existe es que Rajoy -que me imagino que no fue el inventor de la propuesta- se lo ha creído. Cuando le preguntan a qué se refiere con "costumbres", en lugar de defenderse hablando de este respeto mutuo, buscando algo en lo que todos podamos tener intestinos similares, cae en la trampa de mencionar la mutilación genital femenina y demás, degradando su prohibición a una cuestión de "costumbres". O sea que, según Rajoy, ahora "respetar" es "acatar" una prohibición (como la de llevar velo en la escuela pública, por ejemplo). En cualquier caso, si este mensaje subliminal no existiera, no tendría sentido una formulación tan ambigua: ¿te expulsarán por no respetar las costumbres españolas más allá de la ley? ¿si lo hacen, no estarían cumpliendo la otra parte del contrato, la que habla de respetar las costumbres extranjeras? ¿La parte contratante de la primera parte es igual a la parte contratante de la segunda parte?

El efecto simbólico del conjuro no sólo consiste en darnos cuenta de que los ancianos de la tribu velarán por los problemas que nos interesan, incluso aunque no hicieran nada, sino también, como decía antes, en servir de envoltorio simbólico para un endurecimiento de la legislación de extranjería. Por que, si nos ponemos ahora jurídicos, es la ley y no un contrato, lo que determina la expulsión o permanencia en la legalidad de un extranjero. ¿En qué consistiría ese endurecimiento? Me imagino que en favorecer la expulsión -jurídica, que no material- de los extranjeros que lleven al menos un año de residencia legal en el país (queríamos trabajadores y vinieron personas), impidiendo renovaciones sucesivas, cuando sucedan determinadas causas. La condena del Hierofante no nos parecerá dura, porque los muy traidores habían firmado un contrato y los muy felones lo han incumplido: los preceptos legales tendrían una conexión con los preceptos sagrados pero ambiguos del contrato, que, no lo olvidemos, habían conectado previamente con las pulsiones de nuestros intestinos.

Y ¿en qué consisten las Tablas de la Ley aparte del comodín de las "costumbres españolas"? Pues uno, en cumplir la ley, claro, igual que los españoles; ¿legitimaría eso una legislación draconiana que castigue con la máxima pena la mínima infracción? ¿Y si un inmigrante se integra tanto en las" costumbres españolas que le da por esnifarse una raya de cocaína, cuyo consumo supone una infracción administrativa? Dos, en cumplir la ley con especial interés en el pago de impuestos (esperemos que aquí no se adapten demasiado a las "costumbres españolas"). Tres, en trabajar, que pa eso vienes y procura ser sumiso en el trabajo, porque como te echen y no encuentres curro te echamos nosotros; claro, a nadie se le escapa que todo lo que sea aumentar la dependencia entre las renovaciones y la conservación de un empleo, aunque tenga su lógica, va a favorecer la precariedad laboral de nuestro ejército de reserva particular y de los españoles con los que concurren en el mercado (si ya se exige una cierta cotización para renovar, supongo que exigirán más). Cuatro, aprender español por cojones y euskera y eso si tienes ganas. Esto último merece mención aparte, porque en esta ocasión nuestros camaradas liberales del PP precisan de un poco de sano liberalismo.

El Estatuto de Autonomía Catalán indica que todos los catalanes tienen el derecho y el deber de conocer la lengua catalana y sabemos que hay muchos catalanes que no la conocen bien. ¿Significa eso que el conocimiento de la lengua debe transmitirse agresivamente? Esperemos que no, por el bien de los catalanes. La otra cuestión es ¿hace falta esa imposición con el castellano en España? El inglés no es ni siquiera la lengua oficial de la primera potencia mundial, pero gracias a su poder, tenemos que estudiarlo todos por narices. Los inmigrantes deberían aprender castellano por la cuenta que les trae. Y mayoritariamente lo hacen: los de la primera generación, de manera imperfecta como humanos que son, especialmente los más mayores; los de la segunda (que curiosamente seguimos considerando inmigrantes), si están adecuadamente escolarizados, lo harán de manera sencilla y automática... bno, al mns en la msm mdida k nstros jvnes spañols. Cambiando de perspectiva, si el incentivo de aprender castellano es tan evidente ¿por qué algunos no lo hacen? Una vez más no nos enteramos de la película si leemos el tema en clave individualista (no aprenden español porque no quieren, así que firmamos un contrato y en paz). La manera principal de aprender un idioma es la interacción comunicativa, así que tendrán más problemas quienes están, por ejemplo, más segregados en el mercado de trabajo y discriminados en los alquileres, salvo en el guetto de turno. Estará bien que, además, las instituciones den clases de español de nueve a once de la mañana, pero habrá que plantearse por qué no acuden a ellas algunos de nuestros laboriosos obreros del lejano invernadero o nuestras industriosas empleadas domésticas internas. El aprendizaje de la lengua se consigue poco a poco con más integración sustancial, no con la invocación mística de un contrato.

En último término, poner más trabas para la permanencia de los que ya están aquí sería una buena estrategia para aumentar el número de los irregulares, esos que van a dejar de existir cuando gobierne el chamán, que tampoco va a hacer regularizaciones extraordinarias (a ver qué nombre les pone cuando toque). La "expulsión" jurídica sí que es un conjuro poderoso: condena a la víctima a desaparecer del mundo de la regularidad, pero en un gran número de ocasiones su cuerpo serrano permanece en el más acá de la nación española.

En otro orden de cosas, si miramos el contrato más desde arriba, nos encontramos con que refleja un modelo de "integración" defectuoso que sigue en nuestras cabezas. Primero, aunque llama a la "integración", simbólicamente separa a los que necesitan contrato para integrarse en la sociedad de los que no, estableciendo regímenes separados. Segundo, entiende la integración de los extranjeros como un problema que corresponde exclusivamente a los extranjeros como individuos y al Estado, de manera que no implica en el proceso a la sociedad civil española ni a las redes sociales, asociativas y familiares de los extranjeros. Tercero, parece entender que la integración de los extranjeros sólo afecta a los de fuera de la UE-23 (qué haremos pues con los rumanos, la última bestia negra del racismo más español). Cuarto, parece entender que la integración es un asunto que sólo se refiere a la extranjería, cuando es un proceso social más grande y nunca terminado al que los extranjeros simplemente se incorporan (a mi juicio una sociedad donde mucha gente se manifiesta contra los matrimonios del mismo sexo es una sociedad con problemas de integración de la diversidad).

En definitiva, leyendo entre líneas el contrato que se propone para los migrantes lo mismo podemos contemplar las aristas de ese gran reto para nuestra sociedad que es su integración, es decir, la superación continua de sus disfuncionalidades. Quizás de esta manera podemos encontrar los problemas que las palabras mágicas habían procurado escamotear.

martes, febrero 05, 2008

"PUTEADAS": LAS ÚLTIMAS DE LAS ÚLTIMAS

El debate sobre la eventual "legalización" de la prostitución nos divide a los feministas y no es para menos, porque el tema es complicado. Desde el punto de vista de la "moral" abstracta, al margen del contexto social en el que este fenómeno se sitúa, me sucede lo mismo que con la "poliginia": nada tengo que objetar a que cada uno (y cada una) gestione como prefiera los amores y los ardores de su vida; nadie soy yo para juzgar sobre cuerpos ajenos. Pero creo que nos falta perspectiva si contemplamos las conductas únicamente en abstracto, al margen del contexto social en que se producen, que es lo que habitualmente gusta de hacer el liberalismo más ingenuo.

En este sentido, la prostitución "real" -como la poliginia "real"-, se comprende mejor cuando se sitúa en el contexto del patriarcado, esto es, del dominio de los hombres sobre las mujeres; nadie puede negar que, aunque naturalmente existen bastantes desviaciones del supuesto prototípico, la prostitución es una actividad muy feminizada (quizás la más feminizada de todas) y que los clientes son, casi exclusivamente varones. Tampoco creo que nadie pueda negar que prácticamente todas las "prostitutas" se encuentran en una situación patente de exclusión social, en los márgenes del sistema y con un status social muy degradado. Para constatar esto no hace falta meterse en el berenjenal de considerar que "vender sexo" es más "indigno" que otras transmisiones onerosas que realizan otras personas más "respetables". En la práctica, nuestra sociedad tiende a arrojar a las prostitutas más allá de nuestro mundo social, como si pertenecieran a una casta de "intocables". Está "bien visto" criticar a los famosetes de tercera división, que venden a los medios de comunicación "pornografía sentimental" de vidas propias y ajenas, pero aún así cuando uno se los encuentra por la calle no huye buscando una acera más cómoda, sino que, en el fondo, procurará impregnarse de su halo místico de glamour casposo para contar a deudos y parientes esa epifanía cutre. La gente "de orden" anima a las prostitutas a dedicarse a limpiar escaleras, pero nadie contrataría a una puta para limpiar la suya. Las personas destinadas a esta "casta" de extrema inferioridad social son sistemáticamente mujeres y se sitúan en esa posición tan desventajosa para satisfacer el deseo sexual de los varones. Para quienes están en contra de la regulación de la prostitución, "legalizar" esta actividad vendría a ser como una rendición frente a una forma especialmente intensa de explotación humana.

Yo por mi parte, estoy entre los que prefieren regularizar y hacer más visible esta situación, de manera que se atenúe en alguna medida la exclusión social que produce (y que se acentúa con un vacío legal que tiene algo de hipócrita), sin que ello implique renunciar a luchar contra las fuerzas que "arrastran" -a veces de manera forzada, a veces de manera "libre", pero en el marco de unos condicionamientos estructurales- a las mujeres a ejercer la prostitución. Entre otras cosas, porque creo que es lo que suelen preferir las prostitutas y a mí el "todo para el pueblo, pero sin el pueblo", no me convence casi nunca. No se trata únicamente de una cuestión simbólica, sino también material. Al fin y al cabo, tipos listos como Marx o Polanyi ya denunciaron en su tiempo cómo la conversión del trabajo en mercancía (a grandes rasgos, una novedad del capitalismo moderno) había producido una brutal disociación entre la persona y lo que hace, es decir, entre la persona y la persona misma, de consecuencias patológicas; la reacción defensiva de la sociedad ante esta ruptura no fue retornar a modos de producción domésticos, sino -entre otras cosas- regular el mercado de trabajo para vivir con dignidad esta diosciación. Hoy en día, al menos los trabajadores que disfrutamos de un cierto privilegio podemos vivir con la alienación sin que se nos caigan los anillos.

En este sentido, me parece muy oportuno establecer mecanismos de protección social para las personas que ejercen la prostitución. Ello implicaría necesariamente un cierto reconocimiento jurídico de la actividad, que incluso habría de gravarse con tributos (como mínimo, a través de cotizaciones a la Seguridad Social). Más difícil me parece aceptar la aplicación automática del régimen laboral, basado en la subordinación y en el ejercicio de poderes de dirección, control y disciplina por parte del empleador; seguramente sería más apropiado regular la prostitución como una actividad autónoma, en su caso, económicamente dependiente, con las exiguas garantías del nuevo régimen, aunque tengo mis dudas respecto a lo que habría que hacer con la subordinación real. Lo suyo sería perseguirla duramente una vez se estableciera el régimen autónomo, pero vamos, no sé si alcanzarían hasta lo más profundo de la economía sumergida las redes del, ejem, Leviatán.

En cualquier caso, traigo este tema aquí porque a nadie se le escapa que la prostitución hoy no es únicamente un tema de género, sino también étnico y vinculado a las vidas de muchas mujeres migrantes (en el peor de los casos, de manera forzada). Hemos señalado en otras entradas que los migrantes de hoy actúan como los forasteros carniceros de la Utopía de Tomás Moro, realizando los trabajos que el sistema requiere, pero que los nacionales no quieren hacer; así pues, era de esperar que se cubrieran con extranjeras las "vacantes" en la actividad profesional más degradada de nuestra sociedad. "Vacantes" ocupadas por mujeres migrantes irregulares y prostitutas: las últimas de las últimas al margen de los márgenes de nuestra sociedad.

Regularizar la situación de las prostitutas migrantes podría atenuar la debilidad de su posición en la sociedad. La irregularidad tiende a ser permanente, pues su "profesión" no permite regularizarse y la integración en el mercado de trabajo normalizado se hace progresivamente más difícil (véase supra la "parábola de la escalera"). Estamos hablando de cosas muy concretas, dado que esta situación de irregularidad supone un poder extraordinario en manos de "chulos", "mafias", "empleadores" y, en su caso "clientes"; el miedo a la expulsión y la precariedad extrema configuran un sujeto cada vez más dócil y sumiso a los dictados de quien está al menos unos peldaños por arriba.

Pero esta "legalización" se encuentra con fuertes paradojas y contradicciones; ¿qué requisitos exigir para el ejercicio de la actividad de la prostitución a los extranjeros? Si se reconociera la prostitución como actividad por cuenta ajena -lo que, como ya he señalado, no me parece oportuno- ¿aplicaríamos normalmente el Contingente, la Situación Nacional de Empleo, de Catálogo de Ocupaciones de Difícil Cobertura? Si se reconoce como actividad por cuenta propia, postura por la que me inclino ¿será positiva la consideración de que la actividad cree más empleo? ¿Cómo se restringiría el acceso de personas para ejercer la prostitución en España? Porque si no se restringe el acceso, o se restringe poco, el problema es que de esta manera probablemente estaríamos fomentando la prostitución como estrategia migratoria, como modo de sortear las restricciones que existen para acceder a la Unión Europea y por tanto alimentando y engrasando la maquinaria que arrastra sistemáticamente a muchas mujeres a la prostitución para convertirse en las últimas de las últimas de nuestra casposa Utopía, aún más abajo que los carniceros.

"Legalizar" la prostitución me parece una estrategia oportuna, con todos los matices que quieran, pero ello implica enfrentarse de cara con todas estas paradojas. A veces, en el debate, las mujeres migrantes permanecen misteriosamente invisibles y olvidadas, pero hoy en día cualquier propuesta al respecto tendrá que encajar en la realidad (post)moderna del transnacionalismo.