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sábado, diciembre 29, 2007

LOS CARNICEROS DE UTOPÍA (III): EL EJÉRCITO INDUSTRIAL DE RESERVA

Coincidiendo con una nueva sentencia del TC que viene a decir lo mismo, dejamos el mundo de la jurisprudencia para volver de lleno al tema del mercado de trabajo. Se recordará que en la primera entrada sobre los "carniceros de utopía" habíamos hablado del "efecto llamada" del mercado de trabajo español y la contribución del trabajo de los migrantes al crecimiento económico a través de la cobertura de puestos de trabajo de escaso valor añadido. En la segunda entrada hemos visto como el "familiarismo" del sistema de bienestar español y, desde otro punto de vista, el familiarismo que rige en los países de origen hacen posible esta redistribución de los puestos de trabajo.

Esta peculiar división del trabajo convierte a los migrantes en los "carniceros de Utopía", los trabajadores de la trastienda de nuestro Estado del Bienestar. En teoría y en abstracto, esta situación es "injusta", dado que genera desigualdades sociales y económicas fundadas, en último término, en el origen étnico de las personas. En la práctica, es una condición estructural contra la cual es inútil luchar en términos generales: los movimientos migratorios no se producen por azar, sino que son impulsados precisamente por estas "necesidades" de obtener fuerza de trabajo en condiciones de relativa precariedad. De hecho, los propios migrantes, incluso aquellos que tienen un buen nivel formativo, asumen en sus proyectos migratorios esta posición inicial de debilidad en el mercado de trabajo: generalmente no se hacen ilusiones de entrar en nuestro mercado laboral "por la puerta grande", sencillamente porque esto no es posible, salvo en casos muy concretos, poseyendo cualificaciones muy específicas. En este contexto, creo que no merece la pena combatir esta segregación inicial en los empleos; es preferible dedicar nuestros esfuerzos a conseguir que la precariedad sea la mínima posible (y, desde luego, que las condiciones de empleo cumplan unos mínimos de dignidad) y a evitar que estas desigualdades se reproduzcan a través de procesos discriminatorios, condenando a estos migrantes, o incluso a sus hijos y nietos, a permanecer toda su vida laboral en esta posición subordinada. Es decir, hay que procurar que esta segregación de entrada sea lo menos intensa y lo menos duradera posible.

Desde el punto de vista de los trabajadores españoles, las migraciones tienen un efecto, como ya se ha dicho, globalmente positivo. Al permitir el crecimiento de estos sectores que utilizan de manera intensiva la fuerza de trabajo, crece la economía nacional y se generan nuevos empleos en mejores condiciones, que pueden ser asumidos por los españoles, que, al encontrarse protegidos por el paraguas del familiarismo, tienen mayor libertad para escoger. Ahora bien ¿hay efectos negativos? ¿Hay algo de cierto en los mitos apocalípticos según los cuales los migrantes "quitan el trabajo a los españoles" o devalúan las condiciones de trabajo de los trabajadores auctóctonos?

Yo creo que sí que hay algo de cierto en el mito y que eso es lo que lo hace peligroso, porque esta realidad un caldo de cultivo para el crecimiento de la xenofobia entre los más desfavorecidos. Siempre percibimos la realidad conforme a una estructura de categorías configurada por nuestros prejuicios ideológicos (por ejemplo nuestras "etiquetas étnicas"), pero son los datos fácticos -leídos desde nuestras categorías- los que refuerzan y mantienen nuestra creencia sobre la sociedad. En este caso, las categorías nacionales (españoles/extranjeros) resultan sumamente dañinas para los intereses globales de los trabajadores más precarios porque impiden la defensa colectiva de intereses muy similares. Divide et impera: divide y vencerás. Por eso hay que tender a destruir o al menos disminuir la relevancia de las categorías étnicas, la significación del "país de los trabajadores", centrándose en la percepción de los intereses comunes.

Si hay algo de cierto en el mito, entonces es nuestra responsabilidad asomarnos a esta realidad; si nos conformamos con oponernos simbólicamente a la idea, puede que la xenofobia nos gane la partida cuando lleguen épocas de "vacas flacas". Sólo que no es preciso examinarlo como una partida de ajedrez entre migrantes y acutóctonos: simplemente, el mantenimiento de determinados sectores marginales en el seno de la clase trabajadora en cada sociedad permite hasta cierto punto mantener bajas determinadas condiciones laborales: otra vez la idea del ejército industrial de reserva.

La realidad del mercado de trabajo es muy compleja: es cierto que muchos puestos de trabajo de escaso valor añadido simplemente desaparecerían si no hubiera nadie dispuesto a trabajar en condiciones precarias (porque la inversión capitalista se trasladaría a otro lado o, en el caso del servicio doméstico, la unidad doméstica prescindiría de la prestación laboral). Pero, al mismo tiempo, la inyección en el mercado de trabajadores que se ven obligados por razones estructurales a aceptar condiciones inferiores permite reducir costes laborales y aumentar por tanto los márgenes de beneficios. Los trabajadores auctótonos más precarios pueden experimentar en su vida cotidiana este conflicto; es por esto por lo que la xenofobia de las clases bajas adquiere unos rasgos diferentes a las de las clases medias y altas. Para estos últimos, el migrante es a veces una criatura lejana; les preocupan más bien los aspectos "culturales" y en todo caso la "seguridad ciudadana" (si en sus categorías ideológicas hay algún vínculo entre esta inseguridad y la migración), pero al final suelen estar contentos de poder contar con alguien para cuidar al abuelo o poder ir más veces a comer a un restaurante porque los precios se mantienen relativamente "bajos" gracias a la contención de los costes laborales (siempre nos parece que los precios están demasiado altos, pero lo cierto es que vamos al restaurante).

En cambio, para los auctóctonos que ocupan las posiciones más bajas, paradójicamente aquellos que tendrían más que ganar si hicieran causa común con los migrantes, la cuestión puede presentarse una competencia cotidiana entre grupos sociales por los recursos escasos, algo más cercano al "pan nuestro de cada día". Una especie de "lucha de clases" pero con un fuerte componente racial. Ello será así, por supuesto, sólo en la medida en que se definan los intereses colectivos en torno a categorías étnicas, situación de la que hemos de huir como de la peste.

Pero ¿cómo se manifiesta este posible deterioro de las condiciones de trabajo en nuestro sistema, caracterizado por un predominio del Estatuto de los Trabajadores y los convenios de eficacia general? En los países nórdicos, con una elevada tasa de sindicalización (70-90%), una normativa laboral centrada en la negociación colectiva (escasa por tanto en contenidos vinculantes para el contrato) y convenios de eficacia limitada a los afiliados a las organizaciones firmantes, es mucho más visible este dumping social interno. Los que vienen de fuera no están afiliados y por tanto es más difícil que estén protegidos por el sistema formal.

En España, esto se produce de una manera más sutil: ciertamente, el Estatuto de los Trabajadores y los convenios colectivos se aplican teóricamente a todos los trabajadores, con independencia de su afiliación sindical u origen étnico. En primer lugar, puede haber un efecto indirecto, difícil de comprobar: los convenios colectivos son puntos de equilibrio en un conflicto de intereses contrapuestos, de manera que, en la medida en que la posición en el mercado de los trabajadores se debilite, las condiciones pactadas pueden estancarse o incluso ir a la baja. Detrás de las condiciones pactadas en los convenios está la amenaza de la huelga, un lujo que no todo el mundo puede permitirse.

Más importante y más claro es el efecto de las migraciones sobre las relaciones individuales de trabajo. A la mayoría de los trabajadores en España se les aplican convenios provinciales de sector, que a menudo funcionan a través de una cierta inercia, con una fuerza sindical bastante escasa y un interlocutor empresarial muy poco representativo. Así pues, los salarios de convenio son relativamente bajos (a veces incluso por debajo de los precios de mercado, sospecho) y lo importante es el salario "real", a menudo superior, que recibe el trabajador a través de la negociación individual y que en muchos casos no se declara para ahorrar costes de seguridad social. Los migrantes generalmente están en una posición de mayor debilidad, lo que les permite aceptar salarios de cierta precariedad y eso puede debilitar el poder de mercado de los trabajadores auctóctonos que en principio podían exigir condiciones superiores.

Esta segunda causa nos lleva a una tercera, íntimamente relacionada con la anterior. En nuestro sistema de relaciones laborales no importa tanto lo que dice la letra de la ley o del convenio como lo que se aplica en la práctica. Esto es, en muchos casos lo que sucede no es que la norma establezca condiciones muy precarias sino sencillamente, que no se cumple. Se cumple donde hay una cierta fuerza sindical que, además, trabaje bien. En este sentido, la posición de debilidad de los migrantes puede afectar también al grado de cumplimiento de la normativa laboral, deteriorando las condiciones reales -que no formales, o jurídicas- de trabajo.

Mucho Antes de que llegaran los migrantes, nuestro sistema ha tenido siempre una gran tradician de "economía sumergida": los extranjeros se han incorporado a este sistema preexistente, contribuyendo a su reproducción sin pretenderlo. Hay muchos grados de incumplimiento de la normativa laboral: un trabajador con contrato escrito, afiliado y de alta en la seguridad social, que cobra el salario fijado en el convenio puede ser, no obstante, víctima de la economía informal; en mayor medida lo es, claro está, el trabajador del que la gente dice que "no tiene contrato", esto es, con un contrato verbal o tácito, sin alta en el sistema de seguridad social. El grado extremo (pero no el único) de precariedad ilegal es el de los trabajadores migrantes sin autorización para trabajar: los "irregulares". Pero las dinámicas de la irregularidad merecen un poco más de detenimiento, así que habrá que dejarlas para una próxima entrada... el año que viene. Entretanto feliz año 2008 a mis escasos, pero selectos ;-) lectores. Ojalá que viváis tiempos interesantes.

sábado, diciembre 15, 2007

LA STC 236/2007 (III): NO USES TU DERECHO

Muchas son las cuestiones que se tratan en esta sentencia y no podemos ocuparnos de todas en esta serie. Probablemente, el problema que tiene una mayor enjundia jurídica es el que se refiere a los derechos de reunión, manifestación, asociación, sindicación y huelga. Estos son derechos "de ciudadanía" que definen a los integrantes de la comunidad política y que se relacionan íntimamente con la dignidad humana, ya que los seres humanos somos indudablemente "animales sociales". Con objeto de excluir simbólicamente a los extranjeros en situación irregular de la comunidad política, se les negaba el disfrute de estos derechos, como si con ellos se les hiciera "invisibles" o así dejaran de existir.

Como señalábamos en la entrada anterior, el único objeto de esta exclusión era simbólico; por eso nos parecen erróneos los argumentos del voto particular discrepante, que se aferraban a la mención que se hace en algunos tratados a la protección de la seguridad o el orden público; se habla de la entrada masiva de migrantes como invocando un fantasma, pero no se establece una conexión de causalidad entre la medida y el orden público cuya proporcionalidad pueda después ponderarse. Con ese tipo de razonamientos, podría vaciarse de contenido cualquier tratado relativo a los Derechos Humanos. Aunque estoy seguro de que esa no era la intención de los magistrados discrepantes, el argumento es peligroso, porque todos los que vulneran los derechos humanos invocan algún fantasma (la amenaza del comunismo, por ejemplo).

Ahora bien, el legislador que impulsó la "contrarreforma" de la LO 8/2000 sabía que sus pretensiones de exclusión se iban a encontrar con obstáculos de constitucionalidad. A la hora de determinar si un derecho constitucional es "inherente a la dignidad humana", es decir universal, o si, por el contrario, se puede reconocer o no por la ley, se tenían en cuenta básicamente (aunque no exclusivamente) dos elementos: en primer lugar, si la redacción de los preceptos se refería a los "españoles" (como el art. 35) o bien utilizaba una formulación omnicomprensiva e impersonal ("Todos", "se reconoce"...); en segundo lugar, de qué forma estaban reconocidos por los convenios multilaterales en materia de Derechos Humanos, que se introducen en la interpretación de los derechos constitucionales por la vía del art. 10.2 de la Constitución. El caso es que los derechos que pretendían negarse a los extranjeros (reunión, manifestacion, asociación, sindicación), de un lado, no se referían a los "españoles" ni nada parecido en sus textos, de otro lado, estaban ampliamente reconocidos en varios instrumentos internacionales, de manera no condicionada a la residencia legal. Así que era preciso un poco de "ingeniería jurídica".

El truco de magia jurídico era el siguiente: los extranjeros son titulares de estos derechos, pero sólo pueden ejercitarlos en España cuándo obtengan autorización para residir o, en su caso, trabajar. Desde un punto de vista práctico, material, realista, esto es simplemente un fraude de la Constitución, una artimaña, una especie de paradoja, como el cuadro este de Escher de la mano que se escribe a sí misma escribiendo la mano. Con una mano, te doy el derecho, faltaría más, dignidad humana; pero con la otra mano, dibujada por la primera, te lo vuelvo a quitar, dejando sólo la cáscara vacía de su titularidad, y te quedas como estabas, con una mano delante y otra detrás.

Ahora bien, el hecho de que esto sea un truco y que, por tanto, sea correcta la decisión del Tribunal Constitucional no quiere decir que este argumento sea completamente absurdo desde un punto de vista jurídico; erróneo, pero no del todo mal afinado. Desde luego, no es lo mismo la titularidad de un derecho que su ejercicio: yo puedo renunciar a ejercer un derecho fundamental (si no me reúno, me manifiesto o me asocio, salvo que estos derechos se lean también "en negativo"; de manera más clara, cuando no lo reclamo ante los tribunales), pero no puedo renunciar al derecho en sí. Los trabajadores somos titulares del derecho de huelga, pero no podemos ejercitarlo individualmente (una huelga debe ser colectiva); un sindicato puede pactar en un convenio colectivo una "cláusula de paz social", renunciando a convocar huelgas en un período determinado de tiempo determinado, pero con ello no está renunciando a la titularidad del derecho. Por supuesto, esta construcción de la titularidad y el ejercicio del derecho de huelga es sólo el revestimiento formal que se ha usado y no tiene nada que ver con la exclusión de los derechos fundamentales para los extranjeros en situación irregular, que no están renunciando al ejercicio de nada. Aún así, esta construcción apresurada apunta indirectamente al verdadero nudo gordiano del asunto: las condiciones de ejercicio de los derechos fundamentales.

Ya adelantábamos en las entradas anteriores que, en nuestra opinión, la división tripartita de los derechos (inherentes a la persona/inherentes a los nacionales/de contenido disponible por la ley) cumplió su función pero es una construcción caduca y cada vez más inútil; de hecho, posiblemente puede detectarse esta crisis en la sentencia. Todos los derechos fundamentales son inherentes a la dignidad humana y todos son importantes para mantener la cohesión de la comunidad política y, por lo tanto, para legitimar el poder que se ejerce sobre sus integrantes. Lo importante son las condiciones de acceso -que también puede ser paulatino- a la comunidad política y al ejercicio de los derechos ciudadanos (en tres dimensiones, acceso físico al territorio, acceso al mercado de trabajo y por último, el inexpugnable bastión del derecho al voto), lo que puede implicar, no ausencia de derechos, sino limitaciones y condicionamientos a su ejercicio. Eso sí, la regulación de estos condicionamientos tendrá que convivir necesariamente e con la realidad de que, en la práctica, el acceso al territorio y al mercado de trabajo se produce inicialmente en términos de ilegalidad, debido a condiciones estructurales de nuestro sistema. A largo plazo, son las dificultades prácticas las que pueden suponer obstáculos reales a la extensión completa de los derechos a quienes son miembros de facto de la comunidad.

Y, desde un punto de vista práctico ¿cuál es el problema de reconocer a los extranjeros en situación irregular los derechos de reunión, manifestación, asociación, sindicación y huelga? Afortunadamente, ya no vivimos en una sociedad autoritaria, donde estas cosas dan miedo; más bien las vemos como instrumentos de participación (es decir integración) en la vida social. La rabieta simbólica de quienes se sentían desbordados por la inmigración irregular se la termina llevando el viento con los años y al final nos queda la pragmática. Negar derechos constitucionales a ciudadanos reales, aunque no se vayan a ejercer mucho, produce a la larga un efecto de deslegitimación del sistema; ganancia no hay ninguna, porque lo que la sociedad pide a los irregulares es su integración. Y la integración, entre otras cosas se consigue a través del acervo común de derechos.

Alguien se podría plantear ¿y para qué quiere ejercer la libertad sindical o la huelga alguien a quien no se permite trabajar? Este argumento parece coherente desde el mundo de las ideas, al margen de la realidad práctica. Porque en la realidad práctica nos encontramos que estas personas, aunque no pueden trabajar, trabajan; y muchas veces en condiciones de explotación. La irregularidad funciona porque la situación de desprotección y la economía sumergida pueden ser muy beneficiosas para los empresarios incumplidores. Cuanto más invisibles sean los "irregulares", cuántos menos derechos tengan, mayor será la explotación y mayores los incentivos que tendrán los empresarios para buscar trabajadores irregulares. De manera que la irregularidad se retroalimenta con la desprotección de los irregulares, al tiempo que debilita la cohesión social. Por eso, finalmente se extendieron todos los derechos laborales a los trabajadores en situación irregular, con independencia de las consecuencias sancionatorias que pueda acarrear su incumplimiento; esa es la misión del Derecho del Trabajo: integrar a los trabajadores en el sistema para mantener la cohesión social. Paradójicamente, hasta que llegó esta sentencia, sólo quedaban por reconocer ¡los derechos laborales fundamentales!

Probablemente haya sido la confusión conceptual (la distinción titularidad/ejercicio disfrazando el verdadero problema de las condiciones de ejercicio en el marco de una caduca división tripartita de derechos) lo que haya provocado el extraño baile argumental del Fundamento Jurídico 17 de la Sentencia. El problema de fondo es básicamente doctrinal: el TC está tratando de superar la concepción de los derechos constitucionales de los extranjeros como entidades discretas (o los tienes o no los tienes), enfocando la mirada hacia las limitaciones posibles y las condiciones de ejercicio; seguramente el viraje sea apropiado. Lo que pasa es que en este caso concreto no tiene mucho sentido ni interés el dilema. Lo que el TC quiere decir en el Fundamento Jurídico 17 es, seguramente, que aunque es inconstitucional negar radicalmente estos derechos (reunión, manifestación, asociación, sindicación y huelga) a los extranjeros en situación irregular, eso no implica que necesariamente tengan que tener el mismo régimen jurídico que los españoles o que los extranjeros regulares, esto es, pueden incorporarse condicionamientos adicionales. Ahora bien, en estos casos ¿qué condicionamientos podría ser útil u oportuno imponer, desde la perspectiva del poder público? A mí no se me ocurre ninguno. De manera que entiendo que, una vez reconocidos, el legislador no va a hacer nada por limitarlos.

Para decir eso tan sencillito, el TC hace una curiosa maniobra de trapecismo en una sentencia que, por lo demás, está bastante bien fraguada; en lugar de declarar simplemente que son inconstitucionales los incisos: "y que podrán ejercer cuando obtengan autorización...", si es preciso dejando claro que eso no impide que el legislador pueda establecer otros condicionamientos para los irregulares (aunque tampoco es que eso vaya a ser muy necesario), decide llegar al mismo sitio dando unas vueltas muy raras que, esperemos, no tengan ningún efecto. Dice que declarar simplemente la inconstitucionalidad del inciso sería como entrometerse en la opción del legislador, que era claramente la de constituir regímenes diferenciados; así que da la impresión de que lo emplaza o lo reta a regular las condiciones de ejercicio de estos derechos por parte de los trabajadores en situación irregular en un plazo "razonable"; vamos, que aparentemente le estaría obligando a legislar, lo que sí que sería una intromisión. Si nos ponemos augures, hemos de profetizar que ningún legislador (gane quien gane las próximas elecciones) se va a montar una Ley Orgánica para inventarse alguna limitación a estos derechos que cubra expediente con el legislador del año 2000, una vez que se ha impedido la exclusión simbólica. Hay que entender que, mientras tanto, gozan plenamente de estos derechos y ya está. De manera que la situación es exactamente la misma que si el TC hubiera simplemente declarado la inconstitucionalidad de los incisos; si fuera así, el legislador también podría incorporar condicionamientos adicionales si se le apeteciera, siempre que fueran constitucionales, nadie le tiene que dar permiso.

sábado, diciembre 01, 2007

LA STC 236/2007: (II) EL EXTRANJERO FRAGMENTADO

Seguimos con la serie de entradas sobre la reciente sentencia 236/2007 del Tribunal Constitucional.

Cuando no entendemos algo, tendemos a fragmentarlo en pedazos, esto es, a descomponerlo en partes que podamos analizar. Algo así sucede con la paradoja de la extranjería, que señalábamos en la entrada anterior: entre nosotros viven "ciudadanos" que es preciso integrar en la sociedad, pero que aún no pueden ser considerados "ciudadanos" en sentido estricto. Así pues, fragmentamos la figura del"extranjero" en categorías jurídicas que suponen un status jurídico diferenciado en cada caso.

La categoría más cercana a los "ciudadanos" es, por supuesto, la de los "comunitarios"; extranjeros cuyos derechos prácticamente se asimilan a los de los nacionales, salvo en lo que refiere al derecho al voto. Los extranjeros "extracomunitarios" tienen un status jurídico menos privilegiado, pero lo cierto es que nuestro ordenamiento está tendiendo a expandir progresivamente sus derechos hacia la equiparación (tal vez con oscilaciones y altibajos), debido principalmente a la necesidad de integrar en la sociedad a personas que, de hecho, pertenecen a ella. El límite hasta el momento infranqueable es el del libre acceso al territorio y al mercado de trabajo nacionales; paradójicamente, los extranjeros tienen derecho a emigrar, pero no derecho a inmigrar.

Así pues, el grado de integración social a través del reconocimiento de derechos es bastante elevado para los extranjeros que están "dentro del sistema". Como regla general, los residentes legales terminan asimilándose a los españoles y comunitarios; se supone que esto es así en muchos casos porque lo dice la ley, no porque lo diga la Constitución, pero la ley lo dice porque se adapta a un fenómeno estructural que podría implicar, en un momento dado, reinterpretaciones de la Constitución, abandonándose el caduco modelo de la división tripartita de derechos. A esto hay que añadir una salvedad: el sistema prevé una incorporación "progresiva" a través de una sucesión de permisos que terminan desembocando en el estatus normalizado de residente permanente.

Este modelo flaquea cuando, DE HECHO hay un número enorme (aunque oscilante en función de las regularizaciones) de extranjeros que residen en España en situación irregular, es decir, que, desde la perspectiva del "sistema", "no deberían de estar allí", pero, de hecho, están. Ello se debe a unas particulares dinámicas de nuestro mercado de trabajo en cuya explicación ahora no nos podemos detener. Es aquí donde se contraponen fuertemente dos necesidades estructurales del sistema: el control de los flujos migratorios y la integración de los extranjeros. Así, por ejemplo, el Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social, cuya finalidad principal es la integración social, termina actuando de manera disfuncional (¿inevitablemente?) cuando se usa como instrumento para el control de flujos. En mi opinión, una vez más, la tendencia es al reconocimiento progresivo de los derechos también a los irregulares, debido a que son PRECISAMENTE los que más necesitan de mecanismos de integración; la falta de integración que deriva de la precariedad de su situación se acrecienta enormemente si además se les priva de derechos básicos y ello provoca disfunciones en el funcionamiento de la sociedad, que son más graves cuanto mayor es el número de extranjeros en situación irregular. Así, por ejemplo, aunque los extranjeros sin autorización no tienen "derecho a trabajar", si lo hacen gozan de la protección de las normas laborales y de Seguridad Social; antes de la sentencia que comentamos se producía una singular contradicción: los extranjeros sin autorización para trabajar disfrutaban de todos los derechos reconocidos a los trabajadores ¡salvo los que nuestra Constitución considera "fundamentales", la sindicación y la huelga! A mi juicio, esta sentencia es un paso más en ese proceso, lento pero imparable, de equiparación. ¿Es posible y conveniente avanzar aún más, concediendo un derecho a trabajar legalmente, con independencia de la aplicación de la normativa de control de flujos migratorios?

A pesar de esta tendencia, existen fuertes resistencias por parte de la sociedad (y por tanto, del legislador) para completar este proceso de equiparación. La Ley Orgánica 8/2000, con la que el Partido Popular pretendía dar una especie de "marcha atrás" en los mecanismos de integración previstos en la Ley Orgánica 4/2000 es un reflejo de esas resistencias (y de las oscilaciones del proceso). Su propósito consistía en delimitar un régimen jurídico bien diferenciado para los extranjeros en situación irregular para expresar y subrayar simbólicamente el rechazo del legislador a una situación REAL que se oponía al discurso oficial (es decir, una especie de "pataleta" legislativa ante una, difícilmente resoluble, contradicción del sistema).

El campo de batalla era más simbólico que material, aunque este campo de "lo simbólico", de los "principios" no deja de tener enorme importancia. No pretendo decir con ello que no convenga que los extranjeros irregulares se beneficien de los derechos de asociación, sindicación, reunión o huelga (precisamente son los que más lo necesitan), pero lo cierto es que, en muchos casos, hablarle a un extranjero irregular de estos derechos es contarle un hermoso relato de ciencia-ficción (se reconozcan formalmente o no). Su posición social es tan precaria que su preocupación prioritaria es la regularización legal de su situación y todo lo demás es una especie de "cuento de la lechera". Por supuesto, esto destruye inmediatamente los absurdos argumentos que se plantearon en su momento sobre el "efecto llamada"; a nadie se le ocurre quedarse en España hasta devenir irregular (o entrar ilegalmente) y sufrir el tremendo calvario de la explotación, la invisibilidad legal, el miedo permanente a la policía, el aislamiento..., porque en España se reconozca el derecho de sindicación o huelga a los "irregulares". Derecho que, por otra parte y desgraciadamente, muchos españoles tampoco están en condiciones de ejercer.

Las cartas sobre la mesa. Aquellos que apoyaban la "contrarreforma" de la Ley 8/2000 lo hacían con objeto de degradar simbólicamente el status de los trabajadores que se encontraban en situación irregular, de lanzar un mensaje de rechazo y reproche a estas personas, que se percibían por tanto como inmigrantes ilegales. En cambio, quienes nos oponíamos a esta reforma, tumbada en gran parte por el Tribunal Constitucional lo hacíamos porque nos parecía que se había llegado demasiado lejos con la "pataleta", afectando a la esfera más básica de los derechos fundamentales de la persona.