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jueves, septiembre 28, 2006

NO SE INTEGRAN... (IV) TROPOS DE LA INTEGRACIÓN

Aunque hayamos aceptado jugar al "juego de la integración", y por tanto nos propongamos examinar qué es lo que consideramos irrenunciable y qué lo tolerable, el sueño de una asimilación imposible puede todavía deslizarse inconscientemente, haciéndonos actuar irracionalmente en perjuicio de nuestros objetivos. Los mecanismos que utilizamos para ello se parecen a los "tropos" literarios: juegan con las palabras, los significados, y las relaciones simbólicas que pueden establecerse entre las cosas.
Para ilustrar esto voy a utilizar un ejemplo, donde aparecen dos de estos mecanismos (el segundo lo dejamos para la próxima entrada).
Hernando de Talavera, el primer arzobispo de la Granada reconquistada tenía como objetivo –como es comprensible- la conversión de los musulmanes granadinos al cristianismo. Parece ser que destacó por lo que hoy llamaríamos “talante”, al desplegar una estrategia más bien “suave” y oponerse a la coacción en las conversiones, en comparación con los métodos más duros de su sucesor, Cisneros.

A pesar de estas buenas intenciones, en las admoniciones que hace a los conversos, los conmina a adecuarse en todo a los cristianos "en vestir y calzar y comer y en mesas y en viandas guisadas como comúnmente las guisan, y en vuestro andar y en vuestro dar y tomar, y, más que mucho, en vuestro hablar, olvidando cuanto pudiéredes la lengua arábiga y haciéndola olvidar y que nunca se hable en vuestras casas." Es decir: para ser cristianos, tenían que dejar de ser ellos mismos para siempre y parecerse en todo a los castellanos; resultado que, aunque hubieran anhelado, nunca habrían podido conseguir. Su política bienintencionada estaba condenada al fracaso. Sería un exceso por mi parte atribuir a esto -sin pruebas- lo que sucedió después pero, desde un punto de vista narrativo, el cuento continúa de manera apropiada para que yo inserte mi moraleja. Su política realmente fracasó: lo sustituyó Cisneros, con una línea mucho más dura y provocadora, lo que seguramente contribuyó a las revueltas de una población que seguramente nunca llegó a integrarse de manera funcional.
Hoy en día, en una Europa laica, con libertad de culto y las religiones más variopintas, no podemos pretender que la integración de los extranjeros se cifre en la conversión a una religión concreta. Pero con el ejemplo quiero mostrar como don Hernando pedía una cosa distinta de lo que quería, poniendo seguramente dificultades añadidas a todo el proceso: su objetivo era la conversión, pero lo que solicitaba era la transformación de una serie de cosas que no tienen nada que ver con la fe pero que, de alguna manera, la simbolizaban. Se trata de un tropo, una especie de metáfora. Hoy en día nos puede pasar lo mismo; incluso nos puede pasar justo al contrario: utilizamos la religión (pero también, como antaño, la vestimenta, el acento, la gastronomía, etc.) para simbolizar una serie de cosas que no necesariamente tienen que ver, que no siempre definimos o verbalizamos y que son las que realmente nos interesan. Determinar claramente qué es lo que consideramos irrenunciable en esta negociación bilateral de la integración mutua y no referirnos a ello con metáforas que complican aún más lo que ya es un trabajo duro nos ahorrará tiempo, sufrimientos, esfuerzos y disgustos.

viernes, septiembre 22, 2006

NO SE INTEGRAN... (III) NI SE ASIMILAN

El razonamiento anterior nos puede volver otra vez al punto de partida: la asimilación. Si es un hecho que los migrantes ya están aquí , que la cosa va a continuar así y al mismo tiempo no queremos continuar lamentándonos o evadiéndonos, nuestro impulso xenófobo nos llevará a reconocer lo que otros hacen con menos vericuetos: "lo que quiero es que se asimilen, que se asimilen completamente, si quieren venir, que sean españoles, coño". Ya anunciaba antes que esta solución no me parece éticamente correcta, pero que además es contraria al sentido común porque, de hecho, es imposible. Reconocerlo desde el principio nos ahorrará desandar el camino luego.
Cuando se hacen falsas distinciones entre raza y cultura, se piensa en los aspectos morfológicos como una realidad inmutable, mientras que los aspectos culturales son una especie de "contenido del disco duro", que uno puede formatear sin problemas. En realidad esto no es así; nadie puede hacer tabula rasa y renunciar completamente a lo que es y a lo que ha sido; ni siquiera los conversos y los apóstatas más radicales pueden negar su pasado, su historia personal y como les ha influido, aunque tengan una visión negativa de ella. El lenguaje es uno de los aspectos de la cultura donde se aprecia más gráficamente como ésta se "adhiere al cuerpo"; nuestras lenguas, nuestros labios, están impregnados de la lengua "materna", cuya música danzan espontáneamente. Con esfuerzo puede aprenderse otro lenguaje, pero difícilmente al nivel, con la espontaneidad y con la autenticidad con la que se habla la lengua nativa, que de todas maneras apenas se olvida (y desde luego, no por un mero acto de voluntad); nuestro acento, nuestro andar, nuestros movimientos, una cierta inseguridad que perdura, los detalles más nimios o repentinas incomprensiones culturales repentinas delatarán nuestra extranjería aunque nos cambiemos la ropa. La primera generación de migrantes nunca se asimila; sólo procura adaptarse lo mejor posible.
La segunda y tercera generaciones pueden aparentar más fácilmente que se ha asimilado, dependiendo de las estrategias de adaptación de sus padres y del marco estructural en el que se desenvolvieran (no, desde luego si vivieron en guettos). Pero difícilmente se asimilan completamente; indudablemente, sus padres influyen en ellos y les transmiten cultura. Contrariamente a lo que se cree, las "culturas" no son compartimentos estancos, cosas cerradas que se tienen o no se tienen, la cosa es bastante más complicada. Aunque pueden rebelarse contra su cultura, siempre queda ahí por debajo y aparece cuanto menos se la espera. Aunque no llegaran a sentirse extranjeros y hubieran tenido un amplio espacio de interacción con auctóctonos, es probable que siguieran siendo percibidos como extraños: sus rasgos físicos, su nombre o apellido, sus padres, su historia, continuarían delatándolos y desatando procesos de categorización, discriminación y marginación. La frustración resultante, cuando se terminan dando cuenta de que no pertenecen a ningún sitio puede hacerlos abrazar versiones idealizadas e irreales de su cultura de origen, plenamente inadaptadas a su situación real; o simplemente, hacerlos sucumbir en el nihilismo y la anomia cultural. Incluso la posible represión de su identidad de origen por ellos o sus padres para conseguir la anhelada asimilación puede hacer más doloroso el proceso y más acentuada la anomia (las pautas que ordenaban su comportamiento en los países de origen ya no sirven, las del nuevo tampoco, no hay leyes no hay estructuras, no hay nada). La segunda y tercera generación pueden esconderse, pero en realidad no pueden asimilarse. De hecho, no pueden integrarse sin aceptarse a ellos mismos y a su historia, sin preguntarse conscientemente por su identidad... Y mientras tanto, seguirán llegando primeras generaciones.
La asimilación completa es una utopía xenófoba que no puede llevarse a la práctica. Andar por ahí nos obligará a retroceder (quizás abruptamente) más adelante.
Se ha cerrado la última vía de escape. Si buscamos solucionar nuestros problemas con la migración y no evadirnos de ellos en sueños vanos, vamos a tener que negociar la cultura. Vamos a tener qué reflexionar cada uno en qué cosas la asimilación es imprescindible e innegociable y qué otras cosas, por tanto, podemos tolerar. La tolerancia de lo que no nos gusta no es la meta de llegada, sino el principio de nuestra propia integración social con los extranjeros. Pero esa es otra historia, y será contada en otra ocasión.

lunes, septiembre 18, 2006

NO SE INTEGRAN... (II) (PERO ESTÁN AHÍ)


Si alguien quedó convencido por mi argumento anterior quizás esté en condiciones de reconocer que los "auctóctonos" tenemos (también) un problema de integración con los extranjeros; "No me quiero integrar con ellos, porque no quiero que se integren conmigo". Si hemos llegado aquí, al menos nos hemos sacudido la hipocresía que a veces nos distorsiona la percepción; pero si nos detenemos aquí, entonces nos quedamos en la posición de los racistas explícitos. Esta postura me parece, desde luego, éticamente reprobable. Pero es que además, no es una posición razonable. La cuestión clave es que ya están aquí.

Muchos de los "inmigrantes" de los que hablamos son ya de nacionalidad española, ciudadanos de la Unión Europea o familiares directos de éstos o aquellos; muchos otros residen legalmente en Europa, con diferentes estatutos; otros muchos residen irregularmente en nuestros países, formando parte de nuestra sociedad -y sabemos que es poco factible expulsarlos físicamente a todos, aunque quisiéramos-; y, desde luego, vendrán más. El progreso de los transportes y comunicaciones, las desigualdades internacionales, determinados mecanismos a nivel micro en el seno de redes sociales y familiares, el "efecto llamada" de los mercados de trabajo europeos y otros factores estructurales coadyuvan a que los procesos migratorios (de los países pobres a los ricos, pero también, y seguramente en mayor cantidad, entre países pobres) continúen siendo muy significativos. Para bien y para mal (porque el camino no estará exento de problemas), la pluralidad étnica va a ser una característica cada vez más importante de las sociedades futuras. Tratar de revertir completamente el proceso es un empeño similar al de los ludistas que se oponían a la Revolución Industrial o al de los "antiglobalizadores" más ingenuos; efectivamente, podemos intentar influir en la realidad, pero no podemos hacer que este mundo tan complejo sea un solipsismo configurado por nuestra voluntad.

Ciertamente, aunque los cauces formales de regulación de las migraciones no funcionan bien, la mayoría de los migrantes no vienen en cayucos, sino como turistas. Pero, por otra parte, cerrar completamente las vías oficiales y no oficiales para la entrada legal seguramente sólo conseguiría amplificar estas formas más peligrosas y mortíferas de migración (al menos desde África y Asia) hasta convertirlas en la terrible normalidad. El ejemplo de la lucha contra el tráfico de droga nos ilustra de las dificultades que implica el combate contra el tráfico de seres humanos, aunque las diferencias entre ambos supuestos sean muy graves ¿desembarca droga en nuestras playas? Desde otro punto de vista, la ayuda a los países pobres es una cuestión de justicia, sobre todo si es eficaz (y la liberalización de los mercados internacionales parece más eficaz que la simple donación, por más que esta pueda ser muy oportuna en muchos casos), y además puede contribuir a normalizar los flujos migratorios a medio plazo, pero, desde luego, no los va a detener, al menos de momento. Mucha ayuda tendría que recibir África para ponerse en los niveles de desarrollo de Latinoamérica, que como sabemos envía en la actualidad muchos emigrantes. Los Otros ya viven aquí, con nosotros, y van a venir más, de manera más o menos controlada.
Es por esto que los xenófobos se muestran incapaces de aportar soluciones, siquiera parciales e imperfectas; aunque sus miedos fueran ciertos, no podríamos hacer nada contra ellos, tal es el carácter absoluto de su rechazo. En el mejor de los casos, caen en un fatalismo inactivo, como el de un milenarista que se prepara para el final de los tiempos; no hay nada que hacer, el viejo mundo se va a pique y sólo nos queda pegar la pataleta y esperar la explosión final. En el peor de los casos construyen un mundo de odio y discriminación que, cada vez más, tenderá estallar violentamente por todos lados: la victimización alimienta el victimismo y viceversa. El choque de civilizaciones es un mito, pero los mitos pueden recrearse con la conducta humana y las profecías pueden desatar su propio cumplimiento. De esta manera, tu forma de reaccionar ante tus propios miedos puede terminar por hacerlos más reales (o como mínimo, no los reduce).
Queramos o no, estos "tiempos interesantes" nos arrastran a jugar al juego de la integración. Un juego que nos da miedo porque tenemos la sensación de que después de jugar podemos ya no volver a ser los mismos. Seguiremos buceando en sus reglas.

martes, septiembre 12, 2006

NO SE INTEGRAN... (I) (NO ME INTEGRO)

"No se integran..." Escucho esta frase a menudo, casi siempre referida a los extranjeros que se suponen de religión musulmana (que son los "malos" estrella), aunque luego cada uno añade la lista de sus prejuicios particulares (latinoamericanos, europeos del este, alguna nacionalidad en concreto de entre ellos o todos los extranjeros en general). Frecuentemente, las personas que dicen esto no han conocido jamás a nadie de entre sus víctimas, o sólo lo han hecho superficialmente, a través de la máscara del prejuicio.

El sentido necesariamente bilateral de la "integración" nos da la pista de que nuestro "No se integran..." es una máscara para ocultar otra frase que nos resulta menos cómoda "No me integro...", es decir "No quiero que se integren..." La integración supone que dos cosas distintas pasan a conformar una unidad, y por tanto las distintas partes se influyen mutuamente: cuando la sal se integra en la sopa, ésta se vuelve salada. ¿Queremos nosotros volvernos "salados"? ¿"Queremos contaminarnos", como dice la canción? Para no reconocer que no, evadimos la cuestión. Los racistas explícitos al menos reconocen el problema, aunque luego no hacen nada para resolverlo.

Si nos quitan esta máscara, tenemos otra debajo. "Son ellos los que tienen que adaptarse". Cuando queremos autoconfundirnos, a menudo "echamos balones fuera" invocando genéricas obligaciones morales; en la vida es necesario hacer valoraciones morales, pero a menudo nuestro exceso de moralina sirve para sedarnos y evadirnos de la realidad. Digo yo que para determinar seriamente una obligación ética es preciso identificar a una persona individual (no un grupo vago y ambiguo), concretar su contenido (no bastando una cosa indefinida) y especificar un contexto. Esa maniobra disuasoria-dado que nos impide actuar- nos resta posibilidades para desarrollar nuestras estrategias en pro de nuestros objetivos; "no se integran..." no lleva a ninguna parte; si me molesta que "no se integren" ¿qué puedo hacer yo desde mis posibilidades, aunque sean limitadas para que mi molestia sea menor? ¿O me tengo que resignar al fatalismo y la inmovilidad sufriente?

No obstante lo anterior, si le quitamos toda la moralina a la frase "son ellos los que tienen que adaptarse", tenemos una descripción bastante aproximada de la realidad. Más allá del mito de la invasión, es evidente que las minorías que se encuentran en una posición de inferioridad en las relaciones de poder son las que, finalmente, van a hacer el mayor esfuerzo de adaptación. Y de hecho lo hacen; no porque sea su "obligación", sino simplemente porque la inteligencia humana opera como un mecanismo de adaptación al entorno; es una cuestión de supervivencia. Ahora bien, las estrategias concretas de adaptación van a depender en gran medida de la estructura de posibilidades que haya generado la sociedad de acogida. De hecho, formar espontáneamente guettos es precisamente una estrategia de adaptación al entorno (y hay situaciones que la favorecen en mayor medida que otras) e incluso, en cierto modo, constituye una forma de "integración" en una sociedad menos homogénea de lo que concebían nuestras idealizaciones.

Si conseguimos derrumbar nuestras máscaras y nos preocupamos por lo que podemos hacer nosotros, aparecen dos preguntas sucesivas, pero fuertemente relacionadas: en primer lugar ¿a qué quiero que se integren? (o, dándole la vuelta, ¿en qué cosas les voy a permitir que sean diferentes de mí y en qué cosas no?); en segundo lugar ¿a qué me voy a integrar yo respecto de ellos? La primera pregunta nos lleva a determinar reflexivamente nuestro nivel de "tolerancia", que consiste en soportar aquello que rechazamos para evitar un mal mayor; la segunda pregunta, partiendo de esta tolerancia, nos lleva más allá de ella hacia la "aceptación", la solidaridad y la verdadera interculturalidad. No sé si así parecen eslóganes vacíos, pero ya nos dedicaremos a intentar irlos rellenando de contenido...

miércoles, septiembre 06, 2006

¿DE QUÉ INTEGRACIÓN ME HABLAS?

-Cuando “yo” utilizo una palabra –replicó Humpty Dumpty en tono desdeñoso- significa lo que yo quiero que signifique, ni más ni menos.

-La cuestión es –prosiguió Alicia –si puedes hacer que las palabras signifiquen cosas diferentes.

-La cuestión es –dijo Humpty Dumpty- saber quién manda; eso es todo.

Siempre que encuentro excusa (y de manera un poco compulsiva), me gusta citar el diálogo entre Humpty Dumpty y Alicia, en A través del espejo. La negociación sobre el significado de las palabras es, a menudo, una cuestión de relaciones de poder: la cuestión es saber quién manda. La palabra "integración", referida a las migraciones opera a veces como un poderoso símbolo que conecta la realidad social con nuestros deseos y con nuestros miedos y por tanto nos conviene apoderarnos del término como el brujo que conoce el nombre verdadero de un demonio.

Así, a veces se hace que la palabra, simplemente, no signifique nada. Opera simplemente como una especie de invocación sagrada o de mantra sedante que nos tranquiliza un poco, conecta ambiguamente con aspiraciones no definidas e incluso puede producir una apacible sensación de consenso entre los interlocutores. Otras veces, hacemos (los migrantes, los autóctonos, etc.) que su significado coincida directamente con nuestros intereses. Como las relaciones de poder entre unos y otros grupos son desiguales, ello implica habitualmente que la palabra pierda su sentido bilateral (unir partes diversas para constituir un nuevo todo unitario) y se convierta en una máscara políticamente correcta de la "asimilación", término que en otros tiempos estaba muy en boga y ahora no se considera moderno ni respetable. La asimilación nos produce mala conciencia, no sabemos muy bien por qué, así que enarbolamos la bandera de la integración para conectar con nuestros miedos y deseos, que a veces nos piden asimilación pura y dura; un hermoso circunloquio para llegar al punto de partida. En otras entradas nos ocuparemos más detalladamente de este proceso; de hecho, gran parte de este blog se dedicará a las mil caras de la integración. Hoy nos basta con constatar que es una noción en la que tenemos que profundizar, siendo conscientes de su uso interesado y en señalar, asimismo, que además de esta cuestión de la unilateralidad o bilateralidad, cuando hablamos de integración podemos estar haciendo referencia a cosas diferentes, pero íntimamente relacionadas:

-Integración socio-jurídica.- Implica la concesión o el reconocimiento a los extranjeros o inmigrantes de determinados derechos y deberes ciudadanos (especialmente, derechos fundamentales). Aquí el protagonismo lo tiene la sociedad de acogida, pero al mismo tiempo la actitud de los extranjeros en el ejercicio de estos derechos y en el cumplimiento de los deberes es vital.

-Integración socio-económica.- Implica el acceso de los extranjeros a los bienes y servicios que proporcionan bienestar a los ciudadanos. Siguiendo a Esping-Andersen, en las sociedades actuales, las instituciones que proporcionan bienestar son especialmente los mercados, la familia y el Estado. Cada una de estas instituciones merece ser examinada con detalle desde la óptica de los extranjeros.

-Integración socio-cultural.- Implica procesos de cambio cultural que se llevarían a cabo en el seno de los grupos migrantes y de las sociedades de acogida para minimizar el conflicto, canalizar las disfunciones sociales derivadas de éste y proporcionar una convivencia pacífica.

Este último tipo es seguramente el más delicado y el que necesita una mayor definición. Frecuentemente, cuando se habla de "integración" se está haciendo referencia a esta dimensión cultural, a menudo olvidando sus importantes conexiones con la integración jurídica y con la integración económica (volvemos al mantra marxista de que es la existencia social lo que determina la conciencia, aunque sea sólo para creérnoslo a medias). Además, debido a las desigualdades de poder, se considera sólo de manera unilateral, escondiendo el fantasma de la asimilación cultural de los migrantes. A ello se añaden visiones distorsionadas de la sociedad de acogida, que la contemplan como un todo homogéneo y correlaciones ilusorias entre los rasgos que se pretenden irrenunciables para la sociedad de acogida y otros rasgos que son menos relevantes.

Esta búsqueda de la asimilación me parece éticamente reprochable y contraria al pluralismo con el que se definen nuestros Estados en sus constituciones. Pero es que además es imposible (como lo es, en realidad, la asimilación de la propia sociedad de acogida sin migrantes a un modelo ideal). Lo veremos en próximos capítulos.